El ministro que a los 16 años no se sentía francés

Manuel Valls, Primer Ministro francés
28/05/2016 / A.Boulaala./ ITRAN

     Cuando alguien expresa una opinión nos deja dos posibilidades: que nos guste y la adoptemos o que no nos guste y la rechacemos. Eso se traduce por libertad de expresión y libertad de elección. El trauma viene cuando el que expresa una opinión nos impone su adopción, guste o no guste. Y lo peor es que ese alguien tenga mecanismos propios suficientes para hacernos ejecutar esa opinión -mando y ordeno sin rechistar y, además, esbozando la mejor de nuestras sonrisas, so pena de catalogarnos como enemigos y en muchos casos, como terroristas. 
     La democracia siempre tuvo ese atractivo que nos aseguraba -ya no- que la libertad de uno acaba cuando comienza la del otro. Nuestro mundo actual, el que nos tocó vivir sin darnos elección alguna, ha renegado totalmente de esa máxima, dando al traste con la histórica fecha de 1789 en la que el conflicto social y político francés desembocó en una nueva era, muy prometedora, que puso la dignidad humanan en la cúspide de un orden mundial llamado a realzar los derechos humanos sobre cualquier otra consideración.
     En efecto, la aprobación el 26 de agosto de ese mismo año de la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano, consagrada por la Asamblea Nacional francesa, puso los cimientos de una nueva era que esbozó el esquema a seguir en otras partes del mundo. Cuando hubo verdaderamente voluntad de cambio, las cosas no podían torcerse y fue esa misma Asamblea Nacional la que, en reuniones exprés de 7 días (5-11 del mismo mes de agosto), decretó la abolición del feudalismo y la nobleza ve cómo saltan por los aires sus títulos nobiliarios, quedando a la paridad con el resto del pueblo francés. 
     Todo esto viene a cuento porque últimamente están resurgiendo en Francia voces nostálgicas que reniegan de estos derechos adquiridos para ponerles mordazas a las libertades de expresión y de culto que siempre había defendido el país de la Marsellesa. Para Manuel Valls, aquél mismo que dijo una vez que “a los 16 años comprendí que no era francés”, el mismo que aboga por sacar adelante decisiones sin la aprobación del Parlamento, con la excusa de que “el país debe avanzar”, ese mismo Valls que ahora resume toda la problemática del país vecino en lo que llama simbología religiosa (el hiyab) de las estudiantes musulmanas que viven en Francia como extranjeras o como francesas de confesión diferente.
     Desgraciadamente, a Valls, que ha sido ministro del Interior y por tanto debería conocer más a fondo los temas de la pluriculturalidad, le ocurre como a muchos occidentales, que no distinguen entre simbología religiosa y un modo de vestir ancestral, del que muchas musulmanas no quieren desprenderse, por muchos Valls que haya, que haberlos haylos.
     Valls no entiende que la eliminación el 18 de septiembre de 1794 de toda forma de ayuda estatal a cualquier culto religioso no significa necesariamente que se prohíba ese culto, sea cristiano, judío, musulmán o cualquier otro.
     Valls, como muchos otros responsables, quiere imponer una laicidad dictatorial, lo que no comulga con el espíritu de la democracia y el libre albedrío. Quiere prohibir el velo en las universidades francesas después de haberlo prohibido en escuelas y liceos. ¿Valdrá eso para sacar a Francia de las múltiples crisis de identidad, económicas y sociales que la arrastran a un peligroso concierto de huelgas y sediciones cuyo final no se prevé por el momento? ¿Será la supresión de los símbolos religiosos, tanto cristianos como judíos o musulmanes, la solución al paro, a la delincuencia, a la desorientación de la juventud y a la desestabilización del sistema? Si es así, seremos los primeros en aclamar: ¡Valls for president! Y cantaremos la Marsellesa… 
     Aclaración: ¡Ojo, estoy hablando aquí del hiyab! Cualquier otra forma de vestir que dificulte la identificación de una persona (el burka, por ejemplo) debería ser tratada acorde con las leyes del país.


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