Las cuatro anomalías de la democracia española
Falta de control de la monarquía, opacidad de las administraciones, exceso de cargos de libre designación y penas de cárcel para los abusos en materia de libertad de expresión
Por
Ignacio Cembrero
17/02/2021 – 19h.
España es una democracia plena y la ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, se lo ha recordado a su homólogo ruso, Serguéi Lavrov, mientras la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, hacía otro tanto con el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias. Para el líder de Podemos en España “no hay una situación de plena normalidad política y democrática”, según declaró al diario 'Ara'.
En los índices de calidad democrática que miden algunos 'think tanks' y fundaciones, desde el británico Economist Intelligence Unit hasta el estadounidense Freedom House, España sale siempre muy bien parada. Se sitúa incluso, a veces, por delante de algunos países europeos como Francia con una larga tradición democrática comparada con las cuatro décadas de España.
La democracia española es, sin embargo, mejorable. Si se la compara con las del pelotón de cabeza, en su mayoría escandinavas, adolece de cuatro defectos que no enturbian la plena normalidad. El primero de ellos es que el código penal castiga con penas de cárcel los “excesos” en materia de libertad de expresión. El Ministerio de Justicia tiene intención de enmendarlo, según anunció el lunes, para que las penas sean multas y no privativas de libertad.
Los otros tres menoscabos de la democracia no están, ni mucho menos, a punto de corregirse. El primero es la ausencia de control de la jefatura del Estado por parte de las Cortes, una labor que sí desempeñan, en mayor o menor medida, los parlamentos de las otras monarquías europeas. Los intentos de Podemos y de los nacionalistas de ejercer algún grado de control han sido rechazados por el PSOE y el centroderecha. Por algo Herman Matthijs, profesor de la VUB (universidad pública de bruselas) y experto en monarquías, sostiene que la española “es la más opaca” de Europa —ni siquiera se conoce con precisión su presupuesto real— aunque no a gran distancia de la demás.
Da envidia, por ejemplo, leer el informe encargado por el primer ministro de Luxemburgo, Xavier Bettel, sobre la monarquía en su país y presentado ante el Parlamento en enero de 2020. Deja en muy mal lugar a la gran duquesa María Teresa que, pese a no ostentar ninguna función, lleva con poco acierto la política de recursos humanos de la institución.
El segundo gran defecto es la falta de transparencia del conjunto de las administraciones empezando por la del Estado. Quedó de nuevo puesto en manifiesto cuando el Gobierno se negó, la semana pasada, a divulgar el informe del Consejo de Estado que acompaña al decreto-ley de los fondos europeos. Legalmente no estaba obligado, pero no está de más conocer la opinión de esa institución.
En España los periodistas recurren al Portal de Transparencia o a las preguntas parlamentarias, de los diputados y senadores que se prestan a ello, para obtener información rutinaria que los gabinetes de comunicación de los ministerios no les facilitan. No siempre da resultado. Al diputado de Bildu, Jon Iñarritu, el Ministerio del Interior rehusó, por ejemplo, contestarle cuáles eran las nacionalidades de los inmigrantes irregulares llegados a España en 2020. En la web de Interior de Italia había, incluso cuando su titular era el ultraderechista Matteo Salvini, mucha más información sobre inmigración que en la de Fernando Grande-Marlaska.
En esta legislatura la situación ha empeorado porque ni siquiera se ha constituido, a causa de los vetos cruzados entre partidos políticos, la Comisión de gastos reservados del Congreso. Tampoco es que en esa comisión, prevista por el reglamento, los ministros que manejan esos dineros se explayaran dando explicaciones, pero desde hace más de un año se libran por completo de esa obligación.
La ley de transparencia, aprobada en 2013, se quedó desde un principio corta en comparación con algunos de nuestros vecinos. No prevé sanciones para quienes la incumplan, no obliga a justificarse a quienes no contesten y, sobre todo, no abarca a las administraciones autonómicas ni a los ayuntamientos. La ley de secretos oficiales, vigente desde hace 53 años, impide además, en la práctica, desclasificar cualquier documento, algo insólito en Europa. Los historiadores en España juegan con desventaja.
Un saludo Ignacio Cembrero